TERCERA HISTORIA
ANIMALES ASESINOS
Estaba triste y solo, solo y triste, sin familia a quién llorarle ni mascotas a las que mimar. Era un anciano con los achaques propios de mi edad, toda mi vida la había dedicado en cuerpo y alma a la ciencia, y encerrado en mi laboratorio, situado en el sótano de mi casa, una cabaña en las afueras de la ciudad, había pasado las más felices horas de toda mi vida. Los pocos amigos que hice en mi juventud. Los fui despreciando con el paso de los años, con la tonta excusa de que me estorbaban para seguir indagando en mis investigaciones científicas, no quise conocer ninguna novia porque pensé que el tiempo que dedicará a ella sería tiempo perdido para mí y mis experimentos. Con el paso del tiempo me encontré solo, y me di cuenta que realmente necesitaba alguna compañía, y que había sido muy egoísta con los que me la habían ofrecido hasta ahora. Intenté salir de mi cabaña, y coger una vieja motocicleta para bajar al pueblo más cercano, pero no sabía como comportarme con las personas, las palabras no me salían de la boca, y cuando algo salía mal trataba de buscarles desesperadamente el hilo del enchufe o el botón que les apagaba, pero no eran máquinas, y no podía controlarlos.
Volví a mi solitaria vivienda, y me hice un robot que me obedecía en todo y reía todas mis gracias, pero no recibía ni un solo abrazo y ni un solo beso de él, y todos los cumplimientos que me hacía sabía de buena gana que no eran verdaderos y eso me molestaba bastante.
Destruí el robot, reemplacé la compañía con una mascota, supuse que sería una buena idea, y lo fue en los primeros días, en los que jugábamos muchísimo, y me entretenía día y noche escuchando sus ladridos. Pero pronto el egoísmo se volvió a apoderar de mí y mi perro se quedó arañando y gimiendo en la puerta de mi sótano. Olvidé de darle de comer, de sacarle a pasear, de jugar con él, de prestarle atención y un día me lo encontré muerto, había vuelto a equivocarme con él.
Me llevé al animal al laboratorio y yo mismo lo disequé, quedó precioso, algunas veces lo cogía con dificultades para moverlo y ladraba fingiendo que seguía vivo. Hasta que opté por la idea de comprarme un gato, era siamés. Le puse de nombre Linmi, en muchas ocasiones le cogía chafándole un poco la cabeza y colocándolo frente al perro disecado le decía:
- Mira Linmi, éste es Bongo, es muy manso, puedes juguetear a su alrededor tanto como quieras, no te hará nada.
Linmi fue un buen compañero de juegos durante mucho tiempo, me esforcé al máximo para no cometer el mismo error con él, que cometí con Bongo. Por las noches hablaba con él, él me contestaba con tiernos maullidos y juraría que me entendía todo lo que le decía.
Pero luego me di cuenta de que a veces era demasiado aburrido y quise inventar una máquina para modificarle el carácter, para crear el prototipo tenía que pasar horas y horas en el laboratorio, pero aún así apunté sus horas de comida en la agenda electrónica para que no se me olvidará y también el día y la hora a la que debía limpiarle su caja y llenarla de serrín nuevo. Pero aunque estaba bien alimentado, se acabó muriendo igual por falta de cariño. Disequé a Limni y lo coloqué al lado de Bongo y mirándolos a los dos juntos les dije:
-Ya nada os volverá a separar.
Bajé al pueblo a por otro animal, ésta vez compré un gorrión, Chivy era muy bonito, me encantaba su canto, y como movía su pico para comer. Cuando bajaba al pueblo a comprar, deseaba hablarles a todos de Chivy, pero todo el mundo me miraba como si fuera un bicho raro, y quizás lo fuese.
Con el tiempo a Chivy le sucedió lo mismo que a mis anteriores amiguitos, se me partió el corazón en cuanto me lo encontré muerto dentro de su jaula, y con mucha ternura lo oculté entre mis manos y lo llevé cantándole una nana y acunándole con amor hasta el sótano, en donde lo disequé. Lo coloqué sobre unas ramitas de almendro, y con el pico abierto entre todas esas florecitas rosadas, parecía como si todavía estuviera vivo y libre.
Todavía con lágrimas en los ojos, salí afuera y dándole patadas a las piedrecillas que me encontraba en el camino, fui caminando hasta la motocicleta, en la cuál me subí, me coloqué el casco en la cabeza y arranqué, pensando cuál sería mi próximo amigo.
Llegué a casa con una jaula en donde estaba acomodado un lindo conejo negro, con las patitas blancas. Era adorable y le puse de nombre Remo. Con el tiempo le construí un pequeño parquecito en el exterior para que pudiera corretear libremente sin alejarse de la cabaña, era una delicia poderlo ver. Observé que su cuerpecito era todo de color negro, en cambio sus patitas eran blancas y por sus orejotas tenía manchitas marrones.
Viendo todo ese contraste de colores en su pelaje, imaginé que sería interesante poder hacer averiguaciones con Remo, para que fuera el único conejo con los colores del arco iris en él. Así que cada día le iba clavando inyecciones de fórmulas que yo mismo creaba, con el paso de los días lo trasladé a una jaula muchísimo más pequeña que la suya, para más comodidad para mí, ya que tenía que trasladarla continuamente desde el exterior de la cabaña hasta el sótano y viceversa. Pero cada vez pasaba más tiempo creando las mezclas, y ya no me acordaba de sacarlo a pasear a su jardín privado y lo dejaba por las noches, en una oscuridad absoluta, dentro del sótano en un rincón, en el interior de esa jaula pequeñísima, en la cuál no tenía ni espacio suficiente para mover sus orejas.
Y como era de esperar, una mañana me lo encontré muerto, y muy enfadado conmigo mismo por haber permitido que volviera a ocurrirme semejante desastre, saqué de la jaula al conejo púrpura, con las patitas delanteras rosadas y las patitas traseras amarillas y lo preparé todo para disecarlo y colocarlo sobre una base con hierba fresca y amapolas. Y allí tenía yo mi colección de animales disecados, en primer lugar estaba Bongo, mi fiel perro, en segundo Linmi, mi travieso gatillo, en tercero Chivy, mi cantarín gorrión y por fin en cuarto lugar Remo, el conejo más modernista de todos los tiempos.
El siguiente animal que aportar a mi colección resultó ser un monito, llamado Sishy, ésta vez lo vigilé mucho para que no le ocurriera nada y estuve muy pendiente de él, pero es evidente que no fue suficiente y acabó como trofeo igual que los demás.
Ya no tenía más ganas de gastarme más dinero en animalitos a los que iba a darles un triste final, pero no quería verme solo en la vida, por mucho que me doliera el desenlace necesitaba tener compañía de alguien y poder reparar así, mis antiguos errores o por lo menos intentarlo.
Ésta vez en el mercado del pueblo compré un pato amarillito, lo alimenté muy bien y se hizo muy grandote, cuando lo disequé, pues no hace falta volver a decir que otra vez metí la pata con él, tenía sus alas extendidas, y parecía que iba a despegar y a escaparse de mí y yo mientras le miraba pensaba: “no me dejes solo Mirto, no quiero estar más tiempo solo.”
Opté por hacerme cargo después de cinco ratoncillos blancos: Zatty, Berny, Monbi, Sparky y Monble. Construía laberintos y pruebas para ellos cada vez más difíciles para poner a prueba su inteligencia. Un día en que dejé la puerta de la jaula abierta, un descuido tonto, lo sé, se escaparon, y después de corretear por la casa durante muchas horas, los vi tirarse por la ventana, uno tras otro, y rodar cuesta abajo por el monte.
Seguí su pista y los recuperé a todos, los disequé para que les hicieran compañía a sus demás amiguitos.
Pasé cuatro noches en vela, pensando que podía hacer, estaba decidido a arreglar mi situación actual de soledad, no iba a arriesgarme con un nuevo animal, iba a revivir a todos los demás, sabía que sería arriesgado resucitar a los muertos, pero debía intentarlo, aquellos animales eran para mí el único consuelo que tenía en mi triste vida. Así que después de muchos experimentos, en los que casi conseguí volverme loco, les inyecté a todos, uno por uno, una poción y un día, me los encontré a todos despegados de sus bases, y andando y volando libremente por cada una de las habitaciones de la cabaña.
Estaba muy contento, había conseguido mi propósito, pero mi alegría duró muy poco tiempo, ya que de inmediato observé que filetes enteros de ternera y crudos desaparecían de la nevera como por arte de magia, y restos de sangre fresca en las diferentes partes del cuerpo de cada uno de mis animales. No tardaron en abalanzarse sobre mí y morderme las orejas y todo lo que pillaran en el camino, así me observé a mí mismo huyendo de ellos para no convertirme en uno de sus aperitivos.
Me encerré en el sótano, derramé un poco de líquido especial que había utilizado para revivir a mis animales sobre un montón de huesos de dinosaurio, que se juntaron y formaron todo un cuerpo esquelético con movimiento. Solo eché muy poca cantidad de ese líquido, para que no corriera ningún peligro con el dinosaurio resucitado.
Mientras el dinosaurio perseguía a los animales y los mantenía alejados de mí, yo confeccioné una jaula muy especial en donde guardé una especie de bomba nuclear, de tamaño pequeño pero muy potente, la saqué al exterior de la cabaña, convencí a mi dinosaurio para que condujera al resto de animales a su interior y allí explotaron todos, así llegó el final de sus días.
Froté mi cabeza en una muestra afectuosa de cariño con la del dinosaurio, le miré tiernamente a los ojos, y supe que desde aquel instante algo iba cambiar en mi vida profundamente, al fin había encontrado mi compañía ideal.